Albert Bierstadt. Tormenta sobre las montañas (1870).
Los objetos distantes nos gustan en
primer lugar porque comportan una idea de espacio y magnitud, y porque,
al no interferir en la mirada su excesiva proximidad, los revestimos de
los colores indistintos e inmateriales de la imaginación. Al contemplar
las brumosas cimas de los montes que limitan el horizonte, la mente
parece tomar conciencia de todos los objetos y los intereses imaginables
que se encuentran en medio; entre tanto, fantaseamos toda clase de
aventuras, extendemos nuestros deseos y esperanzas para alcanzar el
círculo trazado en el aire o para "divisar nuevos países, ríos y
montañas" y los prolongamos mucho más allá. Nuestros sentimientos, una
vez libres de sí mismos, se despojan de la vulgaridad y la cáscara, se
vuelven más fluidos, se expanden, se funden en la suavidad y se iluminan
con la belleza, se convierten en "región etérea, teñida de cielo".(1)
Bebemos el aire que tenemos delante y tomamos prestada una existencia
más refinada de los objetos suspendidos al borde de la nada. Cuando el
paisaje se desdibuja en el entorno oscurecido, llenamos el espacio tenue
e invisible con formas de bondad desconocida y teñimos la confusa
perspectiva con esperanzas y deseos, y con los temores más fascinantes.
(1) John Milton, El paraíso perdido. (N.de la T.) Maria Faidella.
Traducción de Maria Faidella
El placer de odiar
William Hazlitt
William Hazlitt
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