Albrecht Meyer. Rosa.
Había cosas extrañas. La rosa era la rosa. La tierra, la tierra. Allí estaba la rosa. Cabía contemplarla, olerla, deshojarla, dejarla. Había, sí, misterio en que se estuviera allí aguardando, advirtiéndonos lejanamente que estaba allí. La cosa se complicaba cuando de la rosa se pasaba al jardín. O a las estaciones. O al hecho mismo de que un día estuviera y otro no estuviera. Que un buen día apareciera tan tranquila en su rosal y que una mala tarde se fuera pétalo a pétalo. ¿A dónde? ¿Y el tiempo? Efectivamente lo bueno tardaba mucho en venir. De primavera a primavera aguardábamos la llegada de los borregos pascuales desesperadamente. De agosto a agosto, la feria. De pascua a pascua, los hojaldres. Insensible, el tiempo nos daba conciencia de vivir en una continua despedida. Las cosas eran , no eran. Venían, se iban. Quizá uno era lugar de tránsito. Y había, además, en todo ello, una gran indiferencia. Que se fueran o no, a nadie le importaba. Qudaba el hueco donde la rosa estuvo. Seguían el rosal y la tierra. Siempre quedaba la tierra.
Tránsito nosotros mismos como la rosa o la estación, según advertían de vez en cuando las campanas. Como la rosa o la estación. Pero, ¿y el olor, la llamada del olor, la hermosura de la rosa? ¿Dónde iba aquello? ¿Y quién nos llamaba a nosotros? ¿Dónde iba la alegría del color, del olor de la rosa?
Las cosas del campo (1951)
José Antonio Muñoz Rojas
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