Julio Cobo. Libros.
Los libros tienen sus propios hados. Los libros tienen su propio destino. Una vez escrito —y mejor si publicado, pero aun esto no es imprescindible— nadie sabe qué va a ocurrir con tu libro. Puedes alegrarte, puedes quejarte o puedes resignarte. Lo mismo da: el libro correrá su propia suerte y va a prosperar o a ser olvidado, o ambas cosas, cada una a su tiempo.
No importa lo que hagas por él o con él.
Puede quedarse escondido y escrito en cifra en un desván y ser descubierto ciento treinta y dos años más tarde; estar en todas las vitrinas y en manos y en boca de todos y pasar al olvido inmediatamente después de tu muerte, cuando para la gente seas apenas un nombre o un fantasma; cuando hayas desaparecido y ya ninguno te tema o espere favores de ti; o ya no seas simpático y tu famoso ingenio no haga reir más a nadie, porque nadie estará ahí para reirse, ni contigo y ni siquiera de ti.
O al contrario, donde los dulces novios pasaban de largo agarrados de la mano sin dignarse echar una mirada a tu querido libro, del que sólo tú sabes el trabajo que te costó, el amor que le pusiste y las dudas que te inspiró sumiéndote en la desesperanza, la sensación de impotencia y el rencor; donde la buena gente distraída te ignoraba, ahora lo toma en sus manos incrédula ante tanta maravilla que antes ni sospechaba, lo paga y se lo lleva a su casa, habla de él con sus amigos, lo presta o no lo presta, según, subraya párrafos, y en la noche, no importa la hora, despierta a su esposa o esposo y le dice oye esto.
(Pero tú anda muy lejos. No puedes verlo ni oírlo porque tal vez ya estés muerto sin que de la gloria del mundo te haya tocado en vida ni esa alegre migaja).
Ahora tu libro va debajo de los más extraños brazos y se haya en todas las mentes.
Calma; no sufras: mañana lo va a estar también y pasado mañana, y todos los días y los siglos venideros.
Resulta que los aplausos que recibió eran en realidad merecidos, y los premios que le dieron también y, como hoy, las cosa seguirán igual y hasta mejor: los niños de las escuelas irán el día de tu aniverasrio a la calle que lleva tu nombre, y el ministro dirá su discurso, mil quinientos años lejos, y podrás ver desde el lugar en que estés a aquellos seres extraños diciendo palabras en un idioma que ya no comprendes, y en un momento dado el ministro levantará la vista y el brazo y agitará su papel en la mano como saludándote y como diciéndote no te preocupes por tu mensaje, estamos contigo y te queremos mucho; mientras, los niños mirarán asimismo hacia lo alto y se llevarán la mano a los ojos cubriéndolos no sabrás si del sol o de tu propio resplandor.
La palabra mágica (1983)
Augusto Monterroso
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