Miriam Escofet. Olivos.
La tierra los da sin sentirlos y ellos nunca la han traicionado, han puesto sus nervios y su dureza a su servicio. Los alberos ven olivos fruteros, siempre frescos y enramados, los cubriales los desmedran, los polvillares los asolan, pero ya puede el sol apretar, ya puede el hacha ensañarse, serles infiel la reja labradora, tardía la lluvia, duro el viento, recio el sol, agudo el frío y larga la escarcha, que puntualmente vendrán con su aceituna el año que les toque y generosamente correrá el aceite por cauchines en los molinos y blandamente se derramará en dornillos y rebanadas.
Todavía en medio de los ordenados olivares de hoy, sobresalen restos de olivos viejos de casta distinta, lechines, manzanillos, injertos algunos en acebuches por las cercanías de montes y cañadas, rebajados otros, hijos de mala madre, sin orden en su conjunto, tan libres, altivos y desgreñados, tan pródigos y llenos de poesía, bailadores eternos en el campo, de un verde jugoso, con un cuerpo y sombra de árboles, con acogimiento a su pie para caminantes, con menos aceituna y más leyenda que estas diligentes filas de ojiblancos que no se acaban y a quienes no detienen más que las peñas en las herrizas y los limos de los ríos donde llegan a correr. Eran aquellos olivos de molino de viga, con largos husillos de ciprés o nogal, manejados por poco más que maestro y cagarrache que duraban lo que Dios quería, porque no eran tiempos de prisa, como acomodados a los olivos que maldito el caso que hacen del tiempo.
Las cosas del campo (1951)
José Antonio Muñoz Rojas
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