Las fuentes del PacíficoI
Balada oceánicaEl mar le llamaba silenciosamente, y era una llamada insistente y sugestiva: parecía un río de voces y emociones entrelazadas, como si todos los anhelos y todas las palabras de los marinos que en ese momento deambulaban por los muelles o entraban en el café del hotel conformasen un mismo rumor llegando directo al remolino de su corazón.
Pero Benito prefería ignorar los susurros del mar y continuaba olfateando el rastro de la sangre en los terrados, en las aceras, en las losas de los tinglados del puerto, en el viento enrarecido de la tarde, de la noche, de la madrugada, cuando no era extraño oír sonidos de disparos y se sentía flotando entre fragancias de pólvora, absenta y amoníaco. El tiempo se adensaba cuando uno vivía pendiente de todos los asesinatos que se podían cometer en la ciudad, y la vida adquiría una celeridad mareante. Benito estaba cansado, aunque no lo decía, y cuanto más fatigado se encontraba más se evadía soñando con las fuentes del Pacífico. Un delirio que le asaltaba sobre todo cuando se hallaba en el balcón de su cuarto y podía ver la selva de mástiles del puerto y todo el esplendor del cielo. Solía acudir allí al amanecer, cuando la brisa era más fresca, y mientras contemplaba el apacible oscilar de los barcos creía por momentos controlar sus fobias y sus afectos.
Las fuentes del Pacífico
Jesús Ferrero
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