BomarzoBomarzoHe ahí lo que debía relatar en Bomarzo, pero no a través de los frescos efímeros de Jacopo del Duca, cuya posibilidad quedaría abandonada para siempre en el entrecruzamiento de los andamios, en una desierta galería del castillo, sino utilizando las rocas perennes del bosque. El bosque sería el Sacro Bosque de Bomarzo, el bosque de las alegorías, de los monstruos. Cada piedra encerraría un símbolo y, juntas, escalonadas en las elevaciones donde las habían arrojado y afirmado milenarios cataclismos, formarían el inmenso monumento arcano de Pier Francesco Orsini. Nadie, ningún pontífice, ningún emperador, tendría un monumento semejante. Mi pobre existencia se redimiría así, y yo la redimiría a ella, mudado en un ejemplo de gloria.Hasta los acontecimientos más pequeños cobrarían la transcendencia de testimonios inmortales, cuando los descifrasen las generaciones por venir. El amor, el arte, la guerra, la amistad, las esperanzas y desesperanzas...todo brotaría de esas rocas en las que mis antecesores, por siglos y siglos, no habían visto más que desórdenes de la naturaleza. Rodeado por ellas, no podría morir, no moriría. Había escrito un libro de piedra y yo sería la materia de ese libro impar...Sería mi justificación, mi explicación, la proeza excepcional, el rasgo de inspirado genio que ubicaría perpetuamente a Vicino Orsini en ese largo cortejo de los suyos que tanto le costaba seguir, arrastrando su pierna y su joroba, y que lo humillaba con su fastuosa violencia. Un libro de rocas. El bien y el mal en un libro de rocas. Lo mísero y lo opulento en un libro de rocas. Lo que me había estremecido de dolor, de ansiedad, la poesía y la aberración, el amor y el crimen, lo grotesco y lo exquisito. Yo. En un libro de rocas. Para siempre. Y en Bomarzo, en mi Bomarzo.
Manuel Mújica Láinez
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