Gisèle Freund. Mesa de trabajo de Virginia Woolf.
Un día, mientras estaba apoyado en la puerta de una valla por la que se entraba a un campo, el ritmo se detuvo, se detuvieron las rimas, los murmullos, la tontería y la poesía. En mi mente se hizo un claro. Por entre la densa masa de las hojas de la costumbre, mi vista vio. Allí apoyado, lamenté tanto desorden, tantos objetivos no alcanzados, tanta separación, ya que uno no puede cruzar Londres para ver a un amigo, por estar la vida demasiada atestada de compromisos, ni tampoco puede uno embarcar para la India, y ver a un hombre desnudo pescando peces con el arpón en el agua azul. Me dije que la vida había sido imperfecta, una frase inacabada. Para mí, que no tengo el menor inconveniente en trabar conversación con cualquier desconocido en el tren, había sido imposible conservar la coherencia; el sentido de las generaciones, de mujeres llevando cántaros rojos al Nilo, del ruiseñor que cante entre conquistas y emigraciones. Había sido un empeño demasiado vasto, dije, y ¿cómo puedo levantar perfectamente el pie parar subir la escalera? Me dirigí a mí mismo, como quien habla a un compañero con quien uno viaja al Polo Norte.
Las olas
Virginia Wolf
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