El pasado mes de abril, tras haber permanecido la parte más calurosa del año en el desierto central de Australia, me sentí urgido a salir de aquel cansino país de arenas rojas y aclararme un poco la cabeza entre las montañas. Siempre había deseado vagar por los valles que rodean el Everest y revivir las imágenes que, cuando era un niño y tras haber asistido a una conferencia con diapositivas de la escalada de Hillary y Tensing al Everest, me había hecho de los ríos que nacen donde se funden las nieves, con puentes de bambú, bosques de rododendros, aldeas de sherpas y yaks. Quería ver los monasterios budistas que se alzan en el lado nepalés de la frontera. En cuanto al Yeti, quería explorar, de primera mano, esa nebulosa área de la zoología donde la bestia de la clasificación linneana confluye con la bestia de la imaginación.
Desde Sydney llamé a mi mujer y le pedí con firmeza que fuera a encontrarse conmigo en Nepal.
-No puedo -dijo Elizabeth, con acento abatido. Su tía favorita celebraba su nonagésimo aniversario en Boston.
-La oferta sigue abierta -dije-. Llámame si cambias de opinión.
-Ya he cambiado.
Desde Sydney llamé a mi mujer y le pedí con firmeza que fuera a encontrarse conmigo en Nepal.
-No puedo -dijo Elizabeth, con acento abatido. Su tía favorita celebraba su nonagésimo aniversario en Boston.
-La oferta sigue abierta -dije-. Llámame si cambias de opinión.
-Ya he cambiado.
¿Qué hago yo aquí?
Bruce Chatwin
1 comentario:
Yo también iría.
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