François Boucher. Muchacha reclinada.
De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la
plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para comprobar que
la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una
lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una
mujer reclinada en un diván y por fin escapa de la habitación por el
techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es
difícil seguirla a causa del tránsito, pero con atención se la verá
subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al
puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más
rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y
zigzaguea hasta el muelle mayor y allí (pero es difícil verla, sólo las
ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras,
corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con
dificultad la escotilla mayor y en una cabina, donde un hombre triste
bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del
pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hacia el codo y con un
último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en ese
instante empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola.
Historias de cronopios y de famas (1962)
Julio Cortázar
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