Miguel Cabrera. Retrato de Sor Juana Inés de la Cruz.
Un día la madre de una amiga me contó
una curiosa anécdota. Estábamos en su casa, en el barrio antiguo de
Palma de Mallorca, y desde el balcón interior, que daba a un pequeño
jardín, se alcanzaba a ver la fachada del vecino convento de clausura.
La madre de mi amiga solía visitar a la abadesa; le llevaba helados para
la comunidad y conversaban durante horas a través de la celosía.
Estábamos ya en una época en que las reglas de clausura eran menos
estrictas de lo que fueron antaño, y nada impedía a la abadesa, si así
lo hubierar deseado, interrumpiera en más de una ocasión su encierro y
saliera al mundo. Pero ella se negaba en redondo. Llevaba casi treinta
años entre aquellas cuatro paredes y las llamadas del exterior no le
interesaban lo más mínimo. Por eso la señora de la casa creyó que estaba
soñando cuando una mañana sonó el timbre y una silueta oscura se dibujó
al trasluz en el marco de la puerta. "Si no le importa", dijo la
abadesa tras los saludos de rigor, "me gustaría ver el convento desde
fuera". Y después, en el mismo balcón en el que fue narrada la historia
se quedó unos minutos en silencio. "Es muy bonito", concluyó. Y, con la
misma alegría con la que había llamado a la puerta, se despidió y
regresó al convento. Creo que no ha vuelto a salir, pero eso ahora no
importa. El viaje de la abadesa me sigue pareciendo, como entonces, uno
de los viajes más largos de todos los viajes largos de los que tengo
noticias.
El viaje
Cristina Fernández Cubas
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