M. C. Escher. Villa italiana.
Al atardecer, abandonaba en
ferrocarril la gran ciudad. Partía para una orilla lejana en la que me
esperaba la guerra, partía y regresaba al mismo tiempo. Pero en las
paredes violáceas de las casas -inmensas y misteriosas a causa de la
noche-, resplandecían centenares de luces; las ventanas y los balcones
aparecían iluminados. Porque todavía no había empezado la verdadera y
reglamentaria noche de guerra, la cual, en agosto, suele empezar casi
siempre a las nueve. Debido a esto, miraba yo con tristeza aquellas
luces, sopesando lo que decían a mi corazón. El tren, al pasar ante las
enormes aglomeraciones urbanas, me dejaba contemplar las casas
iluminadas y desconocidas, con una mujer que lavaba los platos, un
hombre que leía el periódico, dos ancianas que charlaban, un niño que
hacía ruido sentado a una mesa, hombres que jugaban a las cartas... ¡Mil
vidas distintas! Veía, también, en las calles oscuras, sombras de
parejas casi inmóviles y seguramente felices. De cuando en cuando, veía
también las luces de un palacio, en el que los mayordomos esperaban la
hora prescrita para dejar anunciar la cena. La ciudad seguía viviendo
sin saber nada de mí, me olvidaba por completo, no conocía de mí ni
siquiera el nombre.
Traducción de Rafael Olivar
Los siete mensajeros
Dino Buzzati
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