Paul Auster. Diario de invierno.
No echas en falta los viejos tiempos. Siempre que te pones nostálgico y empiezas a añorar la pérdida de cosas que parecían hacer la vida mejor de lo que ahora es, te dices que debes detenerte un momento a pensarlo bien, a examinar el Entonces con el mismo rigor que aplicas al Ahora, y no tardas en llegar a la conclusión de que hay poca diferencia, de que el Ahora y el Entonces son, en esencia, la misma cosa. Claro que tienes múltiples motivos de queja contra los males y estupideces de la vida norteamericana contemporánea, no pasa un día sin que sueltes alguna arenga contra la influencia dominante de la derecha, las injusticias de la economía, la incuria del medio ambiente, el desplome de las infraestructuras, las guerras sin sentido, la barbarie de la tortura legalizada y la extradición irregular, la desintegración de ciudades empobrecidas como Buffalo y Detroit, la erosión del movimiento sindical, la deuda con la que cargamos a nuestros hijos con objeto de que asistan a nuestras universidades excesivamente caras, la creciente grieta que separa a los ricos de los pobres, por no mencionar el cine basura que estamos realizando, la comida basura que estamos comiendo, los pensamientos basura que estamos cultivando. Eso es suficiente para desear que estalle una revolución; o irse a vivir como un eremita a los bosques de Maine, y alimentarse de frutos silvestres y raíces de árboles. Y sin embargo, remóntate al año de tu nacimiento e intenta recordar el aspecto de Estados Unidos en su época dorada de la prosperidad de la posguerra: leyes de segregación racial en plena vigencia por todo el Sur, el porcentaje que limitaba el número de judíos en ciertas instituciones, abortos clandestinos, el decreto presidencial de Truman para establecer un juramento de lealtad por parte de todos los funcionarios, los juicios de los diez de Holliwood, la Guerra Fría, el Terror Rojo, La Bomba. Cada momento histórico está erizado de problemas propios, de sus particulares injusticias, y toda época fabrica sus propias leyendas y lealtades. Cuando asesinaron a Kennedy tenías dieciséis años, estabas en segundo de secundaria, y la leyenda dice ahora que toda la población de Norteamérica había quedado reducida a un estado de mudo dolor por el trauma que se produjo el veintidós de noviembre. Tú tienes otra historia que contar, sin embargo, porque da la casualidad de que viajaste a Washington con dos amigos el día del funeral. Querías estar allí por tu admiración hacia Kennedy, que había supuesto un asombroso cambio tras los ocho largos años de Eisenhower, pero también porque tenías curiosidad por saber lo que significaría participar en un acontecimiento histórico. Era el domingo siguiente al viernes, el día en que Ruby asesinó de un tiro a Oswald, e imaginabas que las multitudes de curiosos que flanqueaban las avenidas mientras pasaba el cortejo fúnebre permanecerían allí en respetuoso silencio, en un estado de mudo dolor, pero lo que te encontraste aquella tarde fue una turba de curiosos y mirones bulliciosos, gente subida a los árboles con cámaras, empujando a otros para quitarles el sitio y ver mejor, y más que nada, lo que recuerdas es un ambiente de ahorcamiento público, el estremecimiento que acompaña al espectáculo de una muerte violenta. Tú estabas allí, presenciaste esas cosas con tus propios ojos, y sin embargo, en todos los años transcurridos desde entonces, ni una sola vez has oído a nadie contar lo que sucedió en realidad.
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
Diario de invierno
Paul Auster
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