René-Antoine Ferchault de Réaumur. Memoria sobre la historia de los insectos.
Y así hay que sorprenderse así mismo en el asombro ante la evidencia del signo natural: la figura impresa en las alas de una mariposa, en la hoja de una planta, en el caparazón de un insecto y aun en la piel de ese algo que se arrastra entre todos los seres de la vida, ya que todo lo viviente aquí de algún modo se arrastra o es arrastrado por la vida. Signos que no pueden constituir señales, ni avisos. Y que si nos remitimos a ese aviso del puro sentir que vive envuelto en el olvido en todo hombre, se nos aparecen como figuras y signos impresos desde muy lejos, y desde muy próximo; signos del universo.
Mirados tan sólo desde este sentir, estos signos nos conducen, nos reconducen más bien, a una paz singular, a una calma que proviene de haber hecho en ese instante las paces con el universo, y que nos restituye a nuestra primaria condición de ser habitantes de un universo que nos ofrece su presencia tímidamente ahora, como un recuerdo de algo que ya ha pasado; el lugar que se vivió sin pretensiones de poseer.
¿Sucedió alguna vez el que los seres humanos no habitaran en ciudad alguna? Pues que ciudad puede ser ya la cueva, el rudimentario palafito. Ciudad es todo lo que tiene techo. Y al tener techo, puerta. Un dintel y un techo, una habitación donde solamente su dueño y los suyos, y los que él diga, pueden entrar, por escaso abrigo que proporcione. Ya ese hombre ha trazado un límite entre su vida y la del universo, una frontera.
Claros del bosque (1977)
María Zambrano
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