Alrededor de la Luna
XXII
¡Una boya a sotavento!
Los oficiales miraron el sitio indicado, y por medio de sus anteojos reconocieron el objeto señalado, que efectivamente, parecía, una de esas boyas que sirven para balizar los pasos de las bahías o de los ríos. Pero lo particular era que en su vértice, que Sobresalía del agua cinco o seis pies, flotaba un pabellón. Aquella hoja brillaba al sol, como si sus paredes fueran de plata bruñida.
El comandante Blomsberry, J. T. Maston, los delegados del “Gun-Club”, todos habían subido al puente y examinaban aquel objeto que flotaba a la ventura sobre las olas.
Todos miraban con febril ansiedad, pero en silencio, sin atreverse a formular el pensamiento que se les ocurría.
La corbeta se acercó a menos de dos cables; toda la tripulación se estremeció al reconocer el pabellón americano.
En aquel instante se oyó como un rugido. Era el bueno de J. T. Maston que acababa de caer sin sentido; porque, olvidándose de que su brazo derecho se hallaba reemplazado por un garfio de hierro, quiso darse una palmada en la cabeza, y recibió un golpe terrible que le privó del conocimiento por completo.
Lo levantaron y le prodigaron auxilios hasta que volvió en sí; y sus primeras palabras fueron:
—¡Ah! ¡Tres veces brutos! ¡Cuatro veces mentecatos! ¡Cinco veces estúpidos!
—Pero ¿qué pasa? —dijeron todos.
—¿Que qué pasa?
—¡Sí hable!
—Pues, so tontos, pasa que el proyectil no pesa más que diecinueve mil doscientas cincuenta libras.
—¿Y qué?
—Y que desaloja veintiocho toneladas, o sea cincuenta y seis mil libras; y, por consiguiente, ¡flota!
Y con qué expresión acentuó la palabra ¡flota! ¡Y era verdad! Todos aquellos sabios habían olvidado esta ley fundamental; que por efecto de la ligereza específica, el proyectil, después de ser arrastrado en su caída hasta las mayores profundidades del océano, tenía que volver naturalmente a la superficie. Y en aquel momento flotaba a merced de las olas...
Inmediatamente se echaron al mar los botes, precipitándose a ellos J. T. Maston y sus amigos. La emoción había llegado al colmo; todos los corazones palpitaban mientras las ¡anchas se acercaban al proyectil. ¿Qué contendría? ¿Vivos o muertos? ¡Vivos, sí! Vivos a no ser que la muerte hubiera venido a Barbicane y a sus dos amigos después de haber enarbolado aquel pabellón.
En los botes reinaba un profundo silencio; todos los corazones latían agitados; los ojos no veían ya. Una de las lumbreras estaba abierta. Algunos pedazos de cristal que habían quedado en el marco, probaban que se había roto. Esa lumbrera se hallaba entonces a la altura de cinco pies sobre las aguas.
Se acercó una lancha, la de J. T. Maston, y éste corrió hacia el cristal roto...
En aquel momento se oyó la voz alegre y clara de Miguel Ardán, que gritaba con acento de triunfo:
—¡Blancas, Barbicane, cerrado a blancas!
Barbicane, Miguel Ardán y Nicholl jugaban al dominó.